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De verdades y vómitos

De rodillas es la mejor manera de vomitar las verdades.

Además, conviene estar solo. Por aquello de que nadie te moleste a la hora de reflexionar y tal.

Casi nadie cree en el retrete como el redentor de almas particular de cada uno. Como una porción de Dios – o de nosotros mismos siendo nosotros mismos nuestro propio dios para los más nihilistas – personalizada a la que vomitarle el cerebro siempre que se quiera y que se lleve la suficiente cantidad de alcohol en la sangre para ello.

Empezando por el simple hecho de salir sin saber demasiado bien a dónde con la única premisa de beber-y-drogarse-para-olvidar y acabando por la confesión en el servicio de nuestra casa (o de un sucio bar en el más triste de los casos), el hecho es que irremisiblemente terminamos por darnos cuenta de lo mal que ha salido todo, y lo mal planeado que todo estaba.

Tal vez la certeza de que nunca follarás con tu compañera de clase preferida, la certeza de que no acabarás la carrera y terminarás explotado en un trabajo de mierda no mucho mejor que el de tu padre, o el conocer la distancia que aún te separa de tu casa y tu coche sea el motivo por el que acabas así, confesándoselo todo al retrete, vomitándolo todo, quieras o no, duela o no, como verdades que en mayor o menor medida son.
Tal vez sea el descreimiento que esta sociedad tiene hacia sí misma lo que os haya convertidos en adictos a vuestra propia autodestrucción. Quizá por ello sea así que cada fin de semana necesitéis confesar vuestros pecados, de la única forma que sabéis, a pesar de que no seáis conscientes de ello.
Vosotros llegaréis al retrete con vuestra felicidad fingida, os postraréis ante él y lo abrazaréis con vuestros brazos, esperando. Tranquilos. Tarde o temprano, la verdad siempre sale. Lo triste por lo triste, lo alegre por lo alegre, siempre se lo acabaréis vomitando, y mientras confesáis la verdad de vuestra vida, vuestra última semana o las últimas horas, lloraréis. Es irremediable llorar, como inconcebible confesar sin estar llorando. La mayoría lo achacáis a una reacción fisiológica sin mucho sentido, como el cerrar los ojos al estornudar o el contagio de un bostezo. La realidad es que vuestro vómito, vuestra verdad, os quema como el fuego.

Tras los últimos estertores del vómito, y tras limpiaros ojos y boca, seguramente seréis perdonados. Pero, a diferencia de religiones mayoritarias y dioses salvadores, el perdón jamás es eterno. Volveréis a caer, volveréis a hacerlo mal una y mil veces más, por aquello de cogerle afición a lo de tropezar siempre con la misma piedra, volveréis a vuestro estado etílico, y volveréis a Él, a confesaros, a pedir perdón, a vomitar vuestra verdad. Y tranquilos, Él seguirá ahí, impasible. No os indicará el camino (para eso ya están otros), pero al menos no os hundirá más burlándose de vosotros, exteriorizando esa sonrisa que esconde. Al menos, dejará que le contéis vuestras miserias y las miserias de vuestro interior. Y así, fijaos, hará que os hagáis fuertes y, lo que os parecerá mejor: creeréis que habéis sido vosotros.


Wao.



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